viernes, 15 de mayo de 2009

Memoria del paladar II


Pistachos de Bagdad
Un fotógrafo de prensa me trajo de regalo unos frutos secos de Bagdad. Los compró cerca del hotel Palestine a un vendedor fundamentalista que defendía su puesto callejero de los ladrones disparando al aire con un Kaláshnikov colgado en bandolera sobre la chilaba. Eran nueces, almendras y pistachos. Venían envueltos en la hoja de un periódico local cuyos titulares, en caracteres árabes, imaginé que aludían a la explosión de un coche bomba con decenas de cadáveres destripados. Del fondo de ese cucurucho pringado de hipotética sangre los rescaté para trasladarlos a un recipiente de cristal, donde brillaban con una luz muy ascética.



Los pistachos eran morados con vetas verdes; las nueces tenían forma de cornezuelos y estaban adobadas con una clase de miel que había dejado en ellas unas motas rosadas; las almendras eran muy primitivas, de piel terrosa, con estrías apretadas, como serían las que metió Abraham en el zurrón antes de partir desde Ur hacia tierras de Canaán. Además de almendras, nueces y pistachos, en el frasco de cristal había un fruto seco que nunca había visto hasta entonces. Se trataba de una extraña semilla de color granate con la intensidad del rubí, e ignoro a qué sabía.
Estos frutos secos habían resistido todos los bombardeos de Bagdad, todo el odio entre chiitas y suníes, todos los coches bomba en la puerta de las mezquitas y mercados. Puede que un misil de racimo hubiera aventado el tenderete donde se exhibían al sol y después su dueño los hubiese rescatado del polvo mezclados con sangre humana y de perro para ofrecérselos de nuevo a los clientes. Por delante de ellos habrían desfilado carros de combate, camiones con marines y otros puerco espines de acero, pero estos frutos secos habían llegado hasta mí cargados de espiritualidad. Antes de consumir los frutos secos de Bagdad acompañando un oporto me hice traducir por un árabe amigo la página de periódico en que venían envueltos. Contra lo que suponía, en ella no se aludía a ninguna crueldad de la guerra. Sólo era el fragmento de un cuento oriental: un hombre extraviado en el desierto bajo una luz cenagosa creía reconocer en cada duna la figura de su amante perdida, pero el relato se interrumpía con la página rasgada. Traté de terminarlo por mí mismo probando la semilla desconocida y sabía a hierro oxidado. […]

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